La sublevación de los generales comenzó con poca fuerza, pero el apoyo popular aumentó con gran rapidez cuando los republicanos armaran a los milicianos, porque no confiaban en el ejército, por el estallido revolucionario que se produjo con la quema de iglesias y con fusilamientos como los de Paracuellos. Era una lucha a la desesperada de la derecha religiosa, política y social para evitar su aniquilación por una izquierda sectaria y decididamente revolucionaria.
A Franco le apoyó la derecha conservadora, los pequeños y medianos propietarios rurales y esa amplia clase media identificada con los valores tradicionales que deseaba el restablecimiento del orden, la defensa de la familia, de la propiedad privada y de la religión, que podía representar el 50 % de la población.
Tras la Guerra civil, dominaba el terror en los que la habían perdido la guerra y el entusiasmo en los que la habían ganado. Después vino el apoliticismo y la concentración en el crecimiento y en la búsqueda del bienestar. Conseguir un pisito, un 600 y un frigorífico eran las preocupaciones de los españoles, más que la lucha política. Pero las dictaduras que duran, si no tienen campos de concentración como las comunistas, han de tener cierto apoyo social, pues una ligera represión y el temor no son suficientes. Franco no despertó grandes entusiasmos como ocurrió por ejemplo con el general Perón en Argentina, pero a medida que mejoraba la situación económica aumentaba el apoyo popular que pudo llegar en la década de los 60 probablemente hasta el 75 %.
Durante el franquismo, la oligarquía económica tuvo siempre muy claro dónde estaban sus simpatías ideológicas, necesitaban un poder fuerte con sus mecanismos de control social para eliminar cualquier tipo de conflictividad laboral y evitar al comunismo. El Ejército y la Iglesia constituyeron las dos instituciones básicas del nuevo régimen. Los militares siempre apoyaron a Franco y ocuparon cargos importantes, incluidos ministerios en los gobiernos.
El Estado fue declarado oficialmente católico y el régimen asumió la defensa de la religión y el mantenimiento de la Iglesia fue un asunto prioritario, recibiendo todo tipo de apoyos, ayudas, prebendas y el control de la enseñanza. El clero agradeció estos privilegios con su adhesión al régimen que puede ser definido como nacional católico, en profundo contraste con el anticlericalismo cuando no persecución de la República.
A finales de la década de los 60 se inició la descomposición del régimen. La oposición comenzó por los estudiantes y el clero. Los estudiantes, hijos de las clases urbanas más acomodadas, imitando las algaradas de Mayo del 68 también querían hacer su “revolución progresista”. Como el franquismo era tan malo, los que lo odiaban tanto, los comunistas, tenían que ser los buenos. Decían que buscaban la libertad, lo que es una pretensión sana, pero enarbolaban las pancartas de Castro, Trosky y del Che Guevara. Afirmaban pretender terminar con el capitalismo, pero tampoco hablaban claramente del comunismo. En resumen, los jóvenes no se aclaraban. Quizá lo que buscaban, como en París, era el follón, aprobar sin estudiar y la libertad sexual.
En los 60 los curas decidieron pasarse al comunismo. Pablo VI, cuya animadversión a Franco era manifiesta, en 1967 publicó la Populorum Progresio, que fue el punto de partida de la Teología de la Liberación. Su base era considerar lícita la violencia para defender las reivindicaciones de los trabajadores, es decir, justificaba el terrorismo. El comunismo se infiltró en el clero, en los seminarios, incluso en el Vaticano y especialmente en la Compañía de Jesús, en otra época “los soldados del Papa”.
Tras el fallecimiento del general Franco, la transición a la democracia se realizó pacíficamente.
Enrique Gómez Gonzalvo, 6-04-2023, Referencia 669