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La aprobación de la Constitución de 1812 fue algo revolucionario porque supuso el cambio de la soberanía del monarca al pueblo. No fue fácil el paso de un régimen absoluto a un régimen constitucional y para el sufragio universal hubo que esperar hasta 1868.
Los constituyentes no eran revolucionarios. No eran tampoco filósofos como Rousseau, Voltaire o Montesquieu que pensaran, sentados en sus despachos, en grandes construcciones filosóficas. Allí había muchos militares, funcionaros, curas, periodistas, abogados y algunos nobles y tenían un sentido de la realidad distinto de los filósofos. Eran católicos, monárquicos, pero sobre todo eran liberales. Habían heredado de la Ilustración el principio que todos los seres humanos, procedan de donde procedan e independientemente de su sexo y de su condición social tienen dignidad y el derecho a la libertad y a la igualdad ante la ley, lo que fue algo verdaderamente asombroso para la época.
Querían reformas profundas, pero más allá de una minoría radical eran, por así decirlo, hombres de orden. Lo que pretendían establecer era un sistema que funcionara. Estaban más cerca del pragmatismo empírico británico que del racionalismo francés, más influidos por Filadelfia que por París. La idea de que la Constitución de Cádiz era una copia de la francesa fue una invención posterior, una idea de la derecha que quería advertir del peligro jacobino.
Su proyecto era una España monárquica, católica y liberal, con los poderes del monarca limitados. Pensaban que España, siempre que la habían dejado había sido liberal y que la característica esencial del pueblo español era el amor a la libertad. Ahí estaban como demostración Viriato, Numancia, Sagunto y, ahora, Napoleón. Decían que durante la Edad Media los españoles habían tenido libertad a partir de las cortes y de la autonomía municipal, pero sobre todo a través de las cortes que elegían al rey, le tomaban juramento y hasta lo destituían, lo que, evidentemente era exagerado.
Contaron con el apoyo del Rey y de los altos cargos de la Iglesia, no en balde esos cargos eran todos nombrados por el monarca. Enfrente estaban los ultraconservadores que decían que la nación no existía, que eran invenciones, que lo que había era la Cristiandad y lo que se debería hacer era una confederación europea de los pueblos cristianos bajo la suprema autoridad del papa. Esta idea persistió hasta mediados del siglo, cuando la Iglesia, por fin, se reconcilió con la idea de nación.
Solamente estuvo vigente hasta la vuelta de Fernando VII en 1914 y, posteriormente, durante el Trienio liberal (1820-1823).
Enrique Gómez Gonzalvo, 16-02-2023, Referencia 652