La agresión sociocultural en nuestra civilización a la mujer ha sido brutal. Así Juana de Arco, la doncella de Orleans, tuvo que vestirse de hombre antes de guiar al ejército francés en la Guerra de los Cien Años. Lo mismo tuvo que hacer Concepción Arenal, cuatrocientos años más tarde, en 1841, para realizar estudios superiores. Aún así, esta agresión ha sido menor que la que ha existido en las demás civilizaciones, especialmente en la otra gran civilización que ha llegado hasta nosotros, la islámica.
Durante toda la historia, la mujer no subía en la escala social por sus méritos sino seduciendo al que mandaba. En tiempos de Freud, final del XIX, a veces se producían en las mujeres situaciones de “ataque de nervios”. Se trataba de movimientos involuntarios de las extremidades o de parálisis transitorias de una parte del cuerpo que se conocían con el nombre de histeria, que viene del griego hístero que significa útero, porque se creía que era una enfermedad exclusiva del sexo femenino. Hoy estos cuadros clínicos han desaparecido. Existe la enfermedad, pero se presenta de forma diferente. Los psiquiatras la conocen con el nombre de trastorno de conversión o trastorno disociativo y se basa en que un trastorno psicológico, el paciente lo convierte en un trastorno somático y se presenta en ambos sexos.
Otras veces, ante situaciones de elevada tensión emocional, con un mecanismo análogo, las mujeres se desmayaban y se les daba agua. Y, a veces, cuando sufrían trastornos de conducta se les extirpaba el clítoris, por lo que en todos los manicomios había un ginecólogo.
Igualmente cuando un niño lloraba se le decía “no llores como una niña” porque a las mujeres se les consideraba débiles de carácter.
Con la salida de la mujer al trabajo y el acceso a la cultura, los cambios sociales y en la valoración de la mujer han sido impresionantes.
El feminismo tradicional de carácter liberal pretendía que las mujeres fueran iguales, en derechos y en condiciones laborales, a los hombres. En ambos temas todo el mundo estaba de acuerdo e incluso lo recoge nuestra Constitución: “todas las personas son iguales ante la ley sin distinción de sexo, raza, religión o ideología”.
El feminismo radical que defiende la izquierda se basa en que la mujer es sobre todo mujer, no un ser humano, sino mujer. En el fondo creen que es un ser inferior por lo que necesita la protección del Estado con leyes discriminatorias, con privilegios legales y con la coacción estatal para protegerla. Las mujeres que no se consideran inferiores al hombre defienden que se les valore por sus méritos, no por su sexo.
En la actualidad, la dificultad para la plena integración en el mundo laboral se debe, más que a discriminación, a que es complicado en la práctica tener hijos y trabajar fuera del hogar. La causa que las mujeres no lleguen a puestos bien remunerados no es por ser mujeres, sino porque tienen que elegir entre ese puesto de trabajo de alta responsabilidad y ser madres. No se puede ser madre de verdad, al menos en la primera infancia, y desempeñar un alto cargo directivo que exija una intensa dedicación y no ver a sus hijos de lunes a viernes. El problema no es por ser mujer sino por ser madres.
Aún con todo, hay profesiones en las que la mayoría de mujeres es aplastante. En medicina la proporción es de 2 a 1, en la enseñanza primaria y secundaria es de 4 a 1, en la judicatura de 3 a 2 y subiendo.
Pero que se puede hacer ¿Se debe despedir a hombres para que esos puestos de trabajo bien valorados sean ocupados por mujeres, aunque valgan menos? ¿Deben hacer como Zapatero que ya puso a ministras como Carmen Calvo, Bibiana Aida, Leire Pajín, Trujillo, las que posaron como vampiresas en la portada de la revista Vogue, para que hubiera igualdad de ministros de ambos sexos? ¿Debe haber el mismo número de hombres y mujeres en profesiones de riesgo como soldados o mineros?
¿Es justo que los hombres tengan un promedio de 7 años menos de vida?
Enrique Gómez Gonzalvo 12-10-2019 Referencia 61