
La revolución es el mito predilecto de la izquierda. Es la lucha idílica de un pueblo contra la tiranía. Es la ilusión que “todo es posible” cuando el pueblo, “cansado de tantos abusos”, se alza en armas y destruye la cárcel como símbolo de la opresión. Piensa que todo se puede solucionar cuando ese grupo revolucionario se quede con el poder. Todo esto muy bonito y… muy falso.
Se creía que las revoluciones las hacían las clases sociales, la burguesía contra la aristocracia (la revolución francesa) o el proletariado contra la burguesía (la revolución bolchevique). Es una interpretación equivocada. Las clases sociales no son actores políticos. Las revoluciones las hacen activistas políticos dirigidos por intelectuales, que no han trabajado nunca, y piensan que, ellos si, ellos crearán el hombre nuevo que traerá el paraíso a la tierra.
El mito de la revolución se debe a la existencia de una fe en el progreso, en que todo puede cambiar a mejor, que se puede superar la miseria y la opresión y que habrá riqueza y bienestar, una redención colectiva y, para crear ese hombre nuevo es preciso derribar todo lo existente, todo lo establecido. Esta imagen viene de Revolución francesa, considerada la madre de todas las revoluciones.Sin embargo, la Revolución francesa fracasó. La cumbre de la misma, la Declaración de los Derechos del hombre y del Ciudadano, además de ser solamente una declaración de intenciones, era una copia de la Declaración de Independencia de las 13 Colonias americanas, si bien tampoco fueron los americanos los primeros en hablar de estas cosas. Ese honor se lo debemos a Locke del siglo XVII, y sobre todo, a un profesor de la Universidad de Salamanca del siglo XVI Francisco de Vitoria. Con él empezó el «derecho de gentes», luego llamado «derecho internacional».
A pesar del fracaso, se impuso la idea, sobre todo en los sectores de la izquierda, que la revolución es necesaria para cambiar el mundo, que el terror es consustancial con la revolución, que todas las revoluciones precisan implantar el terror y que uno es tanto más revolucionario cuanto más partidario es del terror. El mundo sigue sintiendo cierta fascinación, no se sabe si por Robespierre o por el terror que implantó para conseguir sus fines.
Esta idea fue compartida sobre todo por la intelectualidad progresista de izquierda. Sartre, a finales de los 50, todavía defendía a Stalin a pesar de las barbaridades que cometió.
También ha quedado el convencimiento que la izquierda tiene el derecho a trasladar sus problemas a la calle, a usar la violencia, a romper escaparates, quemar contenedores y, dando un paso más, poner bombas o pegar tiros en la nuca por los derechos del “pueblo”, no se sabe muy bien de qué pueblo.
Enrique Gómez Gonzalvo Terminado 11-01-2022 Referencia 500