Tras la Segunda Guerra Mundial, cuando los países europeos iniciaron su reconstrucción, acudieron a sus antiguas colonias para compensar la escasez de mano de obra. Cientos de miles de norteafricanos, la mayoría campesinos bereberes procedentes de las montañas del Rif, emigraron a Francia; indonesios a Holanda; indios, pakistaníes y bangladesíes al Reino Unido Unido. Alemania, que casi no había tenido colonias, recibió a turcos y kurdos porque Turquía había sido su aliada en la Primera Guerra Mundial.
Esos trabajadores dejaron sus países en los años cincuenta y sesenta buscando empleo, ventajas sociales y mayores remuneraciones y contribuyeron al boom económico europeo.
A principios de los años setenta finalizó la bonanza económica en Europa. La gota que colmó el vaso fue la crisis del petróleo en 1973; la “pajita que le partió la espalda al camello”, como dicen los árabes. Pero el flujo migratorio a Europa continuó, aunque con menor intensidad, por la gran disminución de la natalidad. Se limitaron los visados, pero aumentó la inmigración ilegal.
La prolongada línea fronteriza y costera de muchos países europeos dificultó un control efectivo en las fronteras. Miles de estos inmigrantes ilegales se dejaron la vida en el intento de alcanzar un puesto en “el Dorado europeo”, pero cientos de miles sí lo lograron: sobrevivieron en situaciones precarias como ilegales, irregulares o indocumentados. Por lo tanto, no es de extrañar que hoy haya más de un millón de musulmanes en España, y una cifra similar en Italia.
En la actualidad la población musulmana en Europa, tanto solicitantes de asilo como los ilegales, está creciendo con gran rapidez. La presencia de unos veinticinco millones en los veintiocho países de la Unión Europea es vista como amenaza para las identidades nacionales y para el tejido social. Al mismo tiempo, los musulmanes están convencidos de que la mayor parte de los europeos rechazan su presencia y ridiculizan su religión.
Los líderes europeos se han visto atrapados entre los alarmados partidarios del rechazo, que apelan a los costes financieros, aumento de la inseguridad ciudadana y de todo tipo de problemas sociales y los decididos defensores de los refugiados, que plantean el problema en términos de dignidad humana.
Por un lado, en vista de la magnitud de la tragedia humana, Europa no puede quedarse de brazos cruzados, ciega y sorda. Por otro, tampoco puede abrir las puertas de par en par a la miseria del mundo.
Enrique Gómez Gonzalvo, 08-06-2017 Referencia 213